[...] Aburrirse en otoño. Viajar en tren. Comprarse un sweter verde, arrebatarles los del año pasado a los estantes o a las polillas. Quedarse en el living de casa. Salir a la puerta a ver si llueve. Contarle un cuento a alguien. Silbar. Dejarse llevar por la imaginación, por un ataque de risa o de inspiración. Abandonarse sin culpa a todas las nostalgias posibles. Escribir cosas almibaradas de telenovela venezolana, sobrecargadas de corazones, ángeles y estrellas, con luces intermitentes, para señoras que tejen y destejen en la mecedora de mimbre, repetidas hasta el hartazgo pero siempre buenas para provocar lagrimones de los más sentidos.
Enloquecer un poco. Enamorarse mucho, no importa cómo, cuándo o de quién. Mirar la ciudad con ojos de extranjero. Enamorarse aunque sea del otoño, aunque sea una vez en la vida, permitirse esa 'crisis'. Amar un ratito - o una estación entera - las cosas que no son ni calientes ni frías, ni cuadradas ni redondas, ni blancas ni negras.
Enloquecer un poco. Enamorarse mucho, no importa cómo, cuándo o de quién. Mirar la ciudad con ojos de extranjero. Enamorarse aunque sea del otoño, aunque sea una vez en la vida, permitirse esa 'crisis'. Amar un ratito - o una estación entera - las cosas que no son ni calientes ni frías, ni cuadradas ni redondas, ni blancas ni negras.
Luciana Ferrando
(periodista)
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